¿Emprender se trata solo de querer?
- athing mkt
- hace 1 día
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¿Realmente basta con la pasión y el esfuerzo para emprender, o existen factores invisibles que definen el éxito y que nos siguen ocultando?
Es probable que en nuestro círculo cercano haya alguien que esté emprendiendo, y la mayoría de las veces, nos referimos a ello como un negocio. Dependiendo de la perspectiva, esto puede generar desde apoyo genuino, interés o incluso admiración, hasta molestia, incomodidad o, en algunos casos, celos. Sea cual sea la reacción, el auge de conceptos como startups, tiendas pop-up y otras tendencias actuales ha abierto una pequeña ventana de oportunidad para quienes buscan la tan anhelada 'libertad financiera'.
Si bien es algo que muchos podríamos desear, la palabra 'emprender' ha sido utilizada en exceso y, en mi opinión, mal manejada. Se ha hablado mucho de lo que se puede ganar, pero rara vez se menciona lo que realmente implica y, mucho menos, lo que se podría perder.
Hoy en día, la palabra 'emprender' no solo es un concepto, es una marca. En la era digital, el marketing ha logrado transformar lo que debería ser una decisión personal en una moda global. Cada historia de éxito que escuchamos está envuelta en un halo de glamour, prometiendo que, si seguimos la fórmula correcta, todo será posible. Pero, ¿qué pasa cuando esas fórmulas no funcionan? ¿Qué nos dicen cuando todo lo que vendían como ‘sencillo’ se convierte en un laberinto de decisiones difíciles y riesgos constantes?
El Emprendimiento como un Concepto Mal Entendido
Según el Diccionario de la Real Academia Española, "emprender" significa: “Acometer y comenzar una obra, un negocio, un empeño…”, y bien, muchos conocen y saben que hace referencia a ello, pero parece que el resto de su significado es omitido, porque muchos prefieren idealizar el término. La definición completa señala que emprender implica, "especialmente, si encierran dificultad o peligro".
Es por esto que, cuando escuchamos las historias de éxito, se presentan como ejemplos de personas que, partiendo de la nada, lograron cambiar el mundo. Pero rara vez se habla de los fracasos, las horas interminables, las decisiones difíciles y sobre todo el apoyo que tienen detrás y los recursos con los que cuentan estas personas. ¿Es justo comparar nuestra realidad con esos mitos de éxito?
El marketing, con su poderosa influencia, ha convertido el emprendimiento en un símbolo aspiracional: algo que cualquiera puede lograr si tiene la idea correcta. Nos venden la idea de que ser tu propio jefe y alcanzar la libertad financiera son solo pasos pequeños y decisiones claras. Pero, ¿realmente sabemos lo que implica esa libertad? ¿O es simplemente una ilusión creada para vendernos un producto más? La realidad, como suele ocurrir, es mucho más compleja de lo que las estrategias de marketing permiten ver.
Así, emprender se convierte en adentrarse en un terreno desconocido, donde se mezclan la emoción y la incertidumbre. Claro, esto depende de la experiencia de cada quien y de su contexto, pero es necesario que se le muestre a la gente con responsabilidad todo lo que puede implicar este camino. Después de reflexionar, ellos mismos podrán decidir si están dispuestos a asumir los riesgos.
La Historia del Emprendimiento y Su Evolución
Comencemos diciendo que se omiten muchas partes esenciales para realmente comprender y, sobre todo, entender a lo que muchas veces nos enfrentamos. Como es común, el marketing nos presenta una versión editada de la realidad, distrayéndonos de la verdadera esencia de lo que implica cualquier cosa, en este caso, emprender.
La definición de emprendimiento, como ya mencionamos, es: “Acometer y comenzar una obra, un negocio, un empeño, especialmente si encierran dificultad o peligro”.
Ahora bien, ¿cuándo fue que el concepto de emprendimiento comenzó a ganar tanto auge? ¿Cómo es que se hizo tan popular, al punto de parecer que es algo sencillo y alcanzable para todos?
La palabra “emprender” tiene historia. No nació con Instagram ni con los cursos de coaching empresarial. Sus raíces se remontan a tiempos donde implicaba tomar riesgos reales, no solo emocionales sino también económicos y sociales. En el siglo XVIII, el economista Richard Cantillon ya hablaba del emprendedor como aquella figura que actuaba bajo incertidumbre: alguien que invertía sin tener garantías, que asumía los riesgos de mercado y combinaba recursos para crear valor. Jean-Baptiste Say lo expandió al describir al emprendedor como el agente que reorganiza la producción para generar riqueza, un rol fundamental en el desarrollo económico.
Cabe aclarar que, tanto Cantillon como Say, a pesar de conceptualizar al emprendedor como un tomador de riesgos, provenían de contextos sociales donde el acceso al capital o la posición económica jugaban a su favor. Cantillon, por ejemplo, era un banquero y especulador irlandés asentado en Francia, mientras que Say provenía de una familia acomodada relacionada con los negocios. Es decir, no representaban al emprendedor "desde cero", sino al empresario que ya contaba con bases económicas que le permitían invertir, asumir pérdidas y continuar.
Este detalle es crucial, porque no todos los emprendimientos partían —ni parten hoy— del mismo nivel de riesgo real. A quienes tenían (y tienen) acceso a capital heredado, bienes o redes familiares, el emprendimiento les ofrecía una plataforma para crecer o reestructurarse, mientras que quienes no poseían tales ventajas, arriesgaban literalmente todo: estabilidad, patrimonio, futuro.
Este concepto se mantuvo ligado, durante buena parte de la historia, a la figura de quien innova y se arriesga en condiciones adversas. Durante la Revolución Industrial, por ejemplo, emprender significaba desafiar las estructuras existentes: desde ingenieros que revolucionaban la energía con máquinas de vapor, hasta empresarios como Rockefeller que, con riesgos financieros monumentales, crearon imperios. No había promesas motivacionales. Había incertidumbre, trabajo arduo y una constante tensión entre el éxito y la ruina.
Pero en algún punto —y no por casualidad— esto empezó a cambiar.
El Marketing del Emprendimiento
A finales del siglo XX, y especialmente con el auge de las startups tecnológicas en Silicon Valley, el término "emprendimiento" se fue desligando de su raíz dura y se empezó a presentar como algo atractivo, casi glamoroso. Comenzaron a circular historias como la de Steve Jobs, construyendo imperios desde su garaje, o Elon Musk desafiando industrias enteras. Historias que, si bien inspiradoras, fueron editadas para el consumo masivo: se destacaban los logros, pero se omitían las noches sin dormir, las quiebras, las inversiones familiares perdidas y los contextos de privilegio que muchas veces facilitaron esos caminos.
Así, el emprendimiento dejó de ser un proceso riesgoso y se convirtió en un símbolo aspiracional, sobre todo entre los jóvenes.
Aquí es donde entra el marketing como actor principal. El emprendimiento se convirtió en producto, en contenido visual, en slogan: sé tu propio jefe, haz lo que amas, trabaja desde la playa. En 2023, el gasto global en publicidad digital superó los 600 mil millones de dólares, y gran parte de ese contenido está orientado a vender fórmulas de éxito, cursos de emprendimiento y promesas de libertad financiera. Según estudios de Forrester, un 31% de los directores de marketing ni siquiera puede medir con claridad el impacto de sus campañas en redes sociales, lo que evidencia un vacío entre la narrativa que se vende y los resultados reales.
Lo más preocupante es que este discurso no solo distorsiona el concepto, sino que lo simplifica peligrosamente. Emprender no es simplemente tener una idea y “atreverse”. Emprender implica tomar decisiones financieras difíciles, adaptarse a cambios bruscos del mercado, sacrificar tiempo, energía y, a veces, salud mental. Pero esta parte del mensaje raramente se muestra, porque no es tan atractiva como los videos motivacionales o los anuncios con tipografías elegantes que prometen el “cambio de vida”.
Y mientras tanto, las estadísticas cuentan otra historia. Según datos recientes publicados por El Economista (2023), en México el 76% de los negocios cierran durante sus primeros tres años de operación, y apenas un 11% logra superar la barrera de los cinco años. Las principales causas de fracaso son la falta de conocimiento del mercado, la mala administración financiera y la ausencia de liquidez. Problemas reales que poco tienen que ver con la narrativa optimista que circula en redes sociales.
Y este fenómeno no es exclusivo de México. Según El País (2024), siete de cada diez proyectos de emprendimiento a nivel global fracasan, en muchos casos porque se subestima la dificultad real de convertir una idea en un modelo de negocio sostenible. La narrativa aspiracional ignora los riesgos y perpetúa expectativas poco realistas.
Esta transformación cultural también ha impactado nuestra forma de relacionarnos con el éxito. Vivimos en una época donde el valor de una persona parece medirse por su capacidad de “crear algo propio”. Y quien no lo logra —o decide no intentarlo— puede ser visto como alguien que no se arriesga, que no sueña, que no se supera. Esto no solo es injusto, sino también desinformado. Porque se olvida que emprender también es perder, cerrar, endeudarse, volver a empezar o, a veces, no poder volver.
Por eso, entender la evolución del emprendimiento no es solo un ejercicio académico, sino una necesidad crítica. Solo cuando lo veamos con ojos más realistas —históricamente conscientes, socialmente informados y emocionalmente honestos— podremos tomar decisiones más libres y responsables. Y solo así dejaremos de vender sueños para empezar a construir caminos posibles.
Críticas y Fallos del Enfoque Actual
Perspectiva convencional:
Desde el marketing tradicional, el emprendimiento es presentado como una ruta casi garantizada hacia la realización personal y la libertad financiera. Se repite la idea de que “cualquiera puede lograrlo” si tiene suficiente pasión, disciplina y visión. Se promueve la imagen del emprendedor como un héroe moderno: valiente, disruptivo, destinado al éxito si simplemente trabaja duro y “cree en sí mismo”. Esta narrativa no solo se vende en productos como cursos, libros, conferencias motivacionales y campañas de redes sociales, sino que también se interioriza socialmente como una norma: “Si no estás emprendiendo, no estás aprovechando tu potencial”.
Críticas y fallos:
Este enfoque tiene varios problemas graves. Primero, ignora las diferencias estructurales: no todos parten del mismo nivel de recursos, redes de apoyo o acceso a capital. Según el Global Entrepreneurship Monitor (GEM), el 77% de las startups en economías desarrolladas son iniciadas por personas con estudios universitarios y conexiones familiares o sociales que facilitan la inversión inicial. En segundo lugar, esta visión romantizada minimiza los riesgos reales. Como vimos, en México, el 80% de los negocios cierran antes de los cinco años (INEGI, 2024). Esto no ocurre porque “no se esforzaron lo suficiente”, sino porque las condiciones económicas, el acceso limitado a financiamiento, la falta de políticas públicas efectivas y la saturación del mercado hacen extremadamente difícil sobrevivir. Finalmente, el discurso dominante suele culpar al individuo por el fracaso ("no fuiste lo suficientemente resiliente", "te faltó pasión"), cuando muchas veces el fracaso obedece a factores sistémicos. Así, el marketing del emprendimiento, en lugar de empoderar, puede llegar a invisibilizar las verdaderas dificultades y perpetuar desigualdades. Y claro, incluso me atrevería a decir que parece que si decimos que solo son las ganas de emprender y exaltamos a quienes lo logran, también estamos empujando a que los demás sigan "echándole ganas" sin cuestionar las condiciones reales. Como si bastara con voluntad para romper todas las barreras.
Alternativas:
¿Qué podríamos hacer diferente? Una alternativa es visibilizar el emprendimiento como un acto complejo que no depende solo del esfuerzo individual, sino también de variables colectivas: acceso a educación, financiamiento justo, marcos regulatorios sólidos y redes de apoyo reales. Otra vía es cambiar la narrativa cultural: dejar de glorificar únicamente las historias de éxito masivo y dar valor también a los esfuerzos pequeños, a los negocios locales que sustentan a familias, a los proyectos que buscan impacto social más que acumulación de riqueza. Finalmente, podemos fomentar el emprendimiento colaborativo: modelos donde las personas se asocian, comparten recursos, riesgos y beneficios, en lugar de competir ferozmente en soledad. Esto no solo hace más sostenible el emprendimiento, sino que también rompe el mito del “héroe solitario” y promueve nuevas formas de construir riqueza y bienestar.
Cuestionar el marketing del emprendimiento no es despreciar a quienes deciden apostar por sus ideas. Tampoco es desalentar los sueños. Es simplemente reconocer que construir algo propio no depende solo de pasión o trabajo duro, como tantas veces nos repiten. Hay factores que no siempre vemos: educación, conexiones, acceso a recursos. Factores que muchas veces son determinantes y que no siempre están en manos de quien emprende.
Emprender no es una fórmula mágica. Es una apuesta real, con riesgos reales. No todo esfuerzo se traduce en éxito, y no todo fracaso es culpa de quien lo intenta. Pretender lo contrario es una injusticia que carga a las personas con culpas que no merecen. A veces las condiciones son duras, a veces el mercado es injusto, y a veces, simplemente, no es suficiente.
Por eso es importante entender que emprender no es solo cuestión de voluntad, sino de contexto. Y que descubrir, intentar, construir algo propio sí tiene un valor enorme, aunque el resultado no siempre sea el que esperamos. No se trata de romantizar el esfuerzo, sino de respetarlo: de entender que quien se atreve, quien apuesta, también se expone y arriesga.
Quizá el verdadero acto de madurez hoy no sea lanzarse a ciegas a “perseguir sueños”, sino construir caminos con los pies en la tierra, sabiendo que la pasión ayuda, pero no garantiza. Que se necesita también estrategia, apoyo, tiempo, y a veces, un poco de suerte, a la cual, la verdad, muy pocos disponen. Y que en todo caso, el valor no está solo en llegar, sino en la honestidad de cómo se recorre el camino.
Porque nadie construye solo. Y el futuro que vale la pena no se sostiene en discursos bonitos, sino en realidades compartidas.
Entonces, ¿Qué futuro podríamos construir si dejáramos de culpar al individuo por fallar y empezáramos a construir mejores condiciones para todos?
REFERENCIAS:
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